En aquél frío anochecer de finales de 1776, don Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda y embajador de España en París, aguardaba impaciente una visita muy especial. El encuentro debía realizarse con la máxima discreción, dada la procedencia de sus visitantes y la comprometida situación en la que quedaría España si aquélla cita salía a la luz pública, en especial si llegaba a conocimiento de los ingleses.
Pese a su experiencia diplomática, el carácter secreto de esta entrevista le tenía particularmente nervioso, así como el hecho de no saber mucho sobre sus interlocutores, salvo lo que había oído sobre el más famoso de ellos: Benjamin Franklin. Hombre hecho a sí mismo, leído y viajado, era conocido por sus diversos descubrimientos y aportaciones científicas, conferencias y artículos publicados. Un hombre ilustrado, como el propio Aranda, aunque muy diferente en sus principios y concepciones políticas.
- “Todo un personaje ese Franklin –musitaba el conde de Aranda mientras apuraba un habano en su biblioteca-, un tipo inteligente, polifacético y carismático, sin duda”.
Benjamin Franklin, Silas Deane y Arthur Lee eran los emisarios a los que esperaba un inquieto Aranda. El Congreso de Filadelfia del 26 de septiembre de 1776 les había enviado a Europa para defender su causa, recabar el reconocimiento de los Estados Unidos y conseguir lo más urgente, mayor ayuda financiera y una directa implicación militar de las potencias europeas para tener posibilidades reales de vencer en la ya declarada guerra abierta.
Se habían dirigido a París para recabar el apoyo de Francia y, de paso, tantear a España por medio de su embajador. Dicha elección no era casualidad, para tener posibilidades de derrotar a la poderosa Inglaterra, debían ganarse el apoyo de las dos grandes potencias del viejo continente que podían decantar la balanza a su favor.
Ambas naciones, aliadas por los Pactos de Familia, tenían muchas cuentas pendientes con los ingleses, algunas muy frescas en la memoria… La Guerra de los Siete años (1756-1763) les había supuesto una derrota en toda regla. Francia había sido humillada al perder el Canadá y la Luisiana -siendo prácticamente echada de América salvo algunas pequeñas islas en el Caribe que pudo conservar- mientras que España quería recuperar Gibraltar, Menorca y Florida, en manos inglesas.
El Conde de Aranda apuraba su habano, repasaba sus notas y recordaba como hace pocos meses, antes de que los Estados Unidos proclamaran unilateralmente su independencia (4 de julio de 1776), él ya había escrito desde París para que España ayudara a los colonos.
Así se había hecho, Francia y España habían financiado con un millón de libras tornesas cada una los fusiles, cañones, uniformes, plomo, tiendas de campaña y algunos oficiales para instruir a las milicias… El objetivo era debilitar a los ingleses en una guerra que se alargara pero sin entrar directamente en ella, de ahí el carácter confidencial de aquél encuentro. España no quería provocar a Inglaterra y entrar en guerra, no al menos de momento…
Poco después de las ocho de la noche, tres sombras bajaban del coche de caballos y salvaban un gran charco para alcanzar con paso firme el zaguán de la residencia del embajador español en París.
- Toc, toc, toc, toc, toc. (los cinco golpes convenidos)
Aranda, ensimismado en sus pensamientos sobre la reunión y el papel que debía jugar en ella –sobre todo escuchar y sacar información sobre el devenir de la causa de aquellos Estados Unidos-, se sobresaltó y apagó con rotundidad el habano en el cenicero de plata.
Se apresuró a abrir para hacerles entrar con celeridad, echando un vistazo a ambos lados de la calle para cerciorarse de que nadie había seguido a sus visitantes. Sin mayores preámbulos les condujo hasta la biblioteca donde podrían hablar tranquilos. En aquél palacete de tres plantas, sólo su esposa se encontraba en su gabinete de la segunda planta. No quería testigos incómodos y todo el servicio tenía la noche libre…
- Mister Aranda, nice to meet you. Let me introduce you to Mr. Dean and Mir. Jale, my colleagues in this mission…
- Excuse moi, mister Franklin…
Aquél encuentro no iba a ser fácil. Aranda, curtido diplomático, hablaba bien francés pero no inglés, todo lo contrario que Franklin. Los otros dos apenas contaban ni intervinieron; Dean no sabía casi francés y Lee ni pajolera idea. Hablar en español tampoco era una opción.
Chapurreando el inglés Aranda y el francés Franklin, a veces escribiendo pequeñas notas y otras interpretando las palabras y gestos del contrario, Aranda y Franklin, se tantearon mutuamente y acabaron entendiéndose, al menos en lo fundamental.
Tras ese primer encuentro y otros celebrados en 1777 –ya con traductor- Aranda escribió a la Corte exponiendo su convencimiento de la futura grandeza de aquellos Estados Unidos, la oportunidad de establecer relaciones de amistad dadas las posesiones españolas en América y el apoyo que España debía darles sin reservas en la guerra contra Inglaterra.
Pese al entusiasmo de Aranda, en Madrid se mantenía una prudente distancia. La ayuda española continuó de manera indirecta y encubierta, enviándose armas, mantas, quinina y pertrechos a través de Francia, España y desde la América española- La Habana y Nueva Orleans-. España sólo entró en guerra en 1779, a rebufo de Francia, aunque dicha intervención jugó un papel decisivo para decantar la contienda.
En 1783, reconocidos los Estados Unidos por Inglaterra y recuperadas Menorca y la Florida para España –no así Gibraltar que ahí sigue- el conde de Aranda escribía desde París una vez pasado su fervor inicial por aquella nueva nación, avisando de su inquietante papel hegemónico en el futuro.
- “Esta república federal nació pigmea por decirlo así, y ha necesitado del apoyo y fuerzas de dos estados tan poderosos como España y Francia para conseguir la independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante y un coloso temible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y sólo pensará en su engrandecimiento…”.